Esas palabras eran un jeroglífico verbal cuando puse un pie en la Patagonia. Una referencia geográfica de pronunciación imposible, un lugar al cual me destinaban para mi “práctica de seccional”, etapa durante la cual un aspirante comparte el trabajo del guardaparque como parte de su aprendizaje.
El embrujo comenzó apenas los primeros robles pellines se recortaron en el horizonte. Allí, en un recodo del camino, la Villa asomaba entre nubes de ensueño, con sus prados verdes, ovejas pastando, y el lago devorándose en reflejos los picos nevados.
Cordero al asador, pan casero y damajuana de tinto completaron mi absoluta apropiación del lugar. Por la huella polvorienta pasaban algunos chivos; un buey empujaba tozudo el alambrado para alcanzar las ramas de un maitén, y las puertas de la escuelita se abrían para recibir a los alumnos que, guardapolvo y bolsita con cuaderno y lápices de colores, caminaban sonrientes entre los álamos.
El aire era un romance de lavandas; el cielo una invocación estelar al infinito. El otoño se desangraba en lluvias, envuelto en la paleta de ocres que iba creciéndose piel en las montañas.
Y uno andaba a los tumbos entre tantas sensaciones, la capacidad de asombro desafiada una y otra vez por los reflejos dorados entre el follaje, los atardeceres de fábula danzando al ritmo de las olas que acariciaban los pies, las mañanas perfumadas de rocío y la inmemorial sabiduría de los pobladores de manos callosas y silencios que aturden.
Niños de labios pintados en moras y manitas endulzadas de saúco; viejos envueltos en el ensueño del vino y la simpleza del fuego. Membrillos y mosquetas compartiendo su esencia, y un sueño que crecía despacito, regado día a día por la certeza vital del descubrimiento.
Allí supe que había encontrado mi lugar. O, mejor dicho, que la tierra me había recibido. Que ya nada sería igual entre arroyos y diucas, y que la voz dormida por tantas urgencias despertaba por fin en una merecida celebración.
*Fuente de Información: Parque Nacional Lanín.